Dios existe, pero no se involucra
 
Dios pateó el tablero de ese juego que se volvió, en algún momento, predecible y aburrido. Dios hizo más que sembrar portales y sorprender. No es un crupier atado a las leyes fáciles de azar: es un ilusionista, un tramposo. Un loco. 

Tal vez sí: tal vez Dios se volvió loco. O quizá ni siquiera: por ahí apenas si se cansó y se fue. Y dejó a los hombres tirados, con un montón de dudas y otras tantas injusticias. O está durmiendo. (No hay que descartar la posibilidad de que esté durmiendo). Aunque la verdad, no tiene importancia. Porque al fin y al cabo, en Burocracia, Dios no es importante. Es apenas la palabra con la que Isidro maquilla su desconcierto por una ciudad repentinamente atravesada por el caos o la magia. Una ciudad donde los intereses de la clase política se cruzan con los intereses de las clases acomodadas y los (pequeños) intereses de los funcionarios de medio pelo. Y así se teje un equilibrio tenebroso, a costa de los desposeídos: aquellos que han perdido su ciudadanía y son invisibles a los ojos del sistema; los ancianos que hartos del abandono se dejan morir en un mar envenenado; los marginales a quienes ya no persiguen los funcionarios de Evasión Impositiva, pues serían inútiles en una cárcel-fábrica; las prostitutas de cualquier edad o procedencia que desbordan las playas del Barrio Marítimo.
En esa ciudad gris, Isidro, Inspector estrella del Ministerio del Interior, sigue adelante. Con su apatía desconcierta hasta a sus compañeros burócratas. No quiere dinero: no necesita comprarse un gramófono ni darse de alta en el último y más completo servicio telegráfico. Ni siquiera se siente seguro de que le interese vivir. Sin embargo, ahí está Witold, su hermano, dispuesto a escupirle en la cara que romper la inercia de la apatía puede valer la pena. Witold: escritor prófugo de la justicia, integrante de Los Vanguardistas, quienes están obsesionados en comprender esos portales sonoros que reproducen a chorros las pequeñas historias de la ciudad, como si fueran voces de una enorme novela polifónica que está viva, que se escribe a sí misma.

Santiago Ambao